Y la noche se hace día. Y cada día vuelve la noche, vuelve cada día solo para verte dormir entre mis brazos, escucharte respirar a mi lado. A mi lado.
Vuelve, como digo, para abrazar tu risa mientras sueñas. Para soñar contigo mientras duermes.
Y cada día despertamos juntos. Juntos y revueltos, abrazados, sonriendo mientras me llamas: «mamá». Mientras me pides, me besas, me acaricias y pellizcas.
Cada día vuelve la noche y cada noche te sueño, aunque te tengo tan cerca que no sé si vivo o duermo. Porque desde que estás, lo vivido y lo soñado se confunden, se gritan, se anhelan y se persiguen. Y yo dejo de pensar, de dormir y de comer. Dejo de hacer lo que antes hacía, de mirar lo que antes veía y de necesitar lo que antes buscaba. Casi dejó de ser yo, porque soy madre. Y me acostumbro a serlo, a convencerme, a creerlo.
Entonces vuelve la noche y el día al final de las horas. Y ya no busco nada, no deseo nada. Solo mirarte y sonreír, acariciar tus manos y morderte los pies y escucharte y perseguirte en tus misiones por la casa y por el parque. Y acompañarte en los viajes a las nubes desde el columpio. Y como cada día, como la vida, solo quiero estar ahí para que tomes mi mano y eches a andar, a correr y a saltar. Junto a mí, y yo a tu lado.