Al volver a casa, tras las clases en el instituto, al poco de venir a vivir con la abuela, trataba por todos los medios de no escuchar los cada vez menos originales insultos de algunos ignorantes. Que no fueran originales no significa que dolieran menos. A fuerza de repetirlos a diario se iban haciendo más transparentes, menos pesados, es cierto. Sin embargo, quienes han sufrido algo parecido me entenderán cuando digo que sigue siendo humillante que te juzguen por ser quien eres. Por ser como eres. A veces pensaba en mis compañeras de clase, todas vestidas igual, con el mismo color de cara y de pelo, siguiendo la estúpida moda de la actriz de turno, o la cantante, o quien fuera. No las criticaba, al contrario, las entendía a la perfección. Tiene que darte todo muy igual o ser muy fuerte o venir de fuera y no conocer a nadie, como era mi caso, para no dejarte llevar por la marea, por la norma y el patrón generalizado. Porque hacerlo es lo más fácil, es dejar de ser especial y única. Seguir al resto, copiar un modelo y repetirlo hasta que pasa de moda es lo más sensato. Así se protegían ellas, las que se sentaban en las otras sillas del aula. Abandonaban su propia personalidad por si acaso no encajaba. Dejaban de ser chicas excepcionales para diluirse con el resto sin llamar la atención. Bien mirado, tampoco ellos se libraban de la lacra, de la peste del acoso y el insulto gratuito carente de originalidad. Todos eran víctimas de la moda heteronormativa y patriarcal porque ellos mismos criticaban a quien se saliera de la manada. Es una pena, porque sigo viendo los mismos roles en la gente ahora, a pesar de los años que han pasado desde la época del instituto.