Cantar a destiempo siempre ha sido lo nuestro, comunicarnos en silencio y a la vez, también. Pero ahora que los minutos acompasan nuestros días, los que tratamos de vivir ocupando las horas con libros, juegos, retales, canciones, letras, cartones, números, escobas, botellas vacías, máscaras, llamadas (pero con cámara), pintura y música; ahora, como decía, soñamos con abrir las ventanas y respirar el aroma de los troncos de los pinos y de la espuma de las olas.
Y cuando parpadeamos al atardecer, o al menos a mí me pasa, reconozco cada pista de esta primavera efímera, que está pasando por delante y ni nos mira. Y huelo las gotas de rocío a primera hora, nada más salir el sol. Y sí, las confundo con el humo del café, pero qué más da ya si no diferencio las unas del otro. Qué más da si no sé cuándo empieza y acaba cada uno. Y en verdad no importa porque al final me los beberé juntos, las gotas y el café, sin horarios y sin prisas. Lo haré después de coger, muy despacio y en pequeñas cantidades, aire en el balcón. Despacio para sentirlo bien y de a poquito por si acaso, que nunca se sabe.
Y es que cada mañana, antes de levantarme, planifico, recuerdo, saboreo, pienso y vuelvo a recordar. Y me sorprende que los días pasen tan rápido y me asusto al pensar que queda tan lejos la rutina de siempre. Tan lejana que me parece de otra: de otra persona y de otra vida.
Y ya ni me planteo si volveremos pronto o tarde, porque ya es tarde para algunas cosas. No me lo planteo porque siento que ahora estoy a salvo. Y a todo lo de antes se le une el miedo. Y me pregunto sin hablar si seré yo la única. Si alguien más sentirá todo esto o es que esta cabeza mía va demasiado rápido para este ritmo tan lento en el que se han convertido nuestras vidas.