… en algún lugar de la costa, una madre dio a luz a una pareja de hermanos: una niña y un niño. Por algunas complicaciones en el parto, habían nacido tan pequeños como una alubia y la madre creyó que morirían a las pocas horas. Bien por ignorancia, bien por pena, o por ambas, aquella madre depositó a sus retoños en las rocas más alejadas de la costa. Creía así que el mar, el destino o los dioses los protegerían como ella no sabía. Marchó aquella mujer entre lágrimas y sollozos del lugar que ella pensó mágico, y se dejó morir de pena en un lecho vacío y solitario.
A la mañana siguiente, un cangrejo en busca de comida paseaba como cada día por el espigón. Atraído por unos sutiles gemidos, se adentró en el recoveco más alejado que formaba un grupo de rocas. Ante su mirada asombrada, se retorcían de hambre los seres más extraordinarios que jamás aquel anciano cangrejo había visto. Se acercó a ellos y les ofreció alimento. Tan bien recibido fue que, día tras día, el señor cangrejo los fue alimentando como si de sus propias crías se tratara.
Y así pasaron las semanas, y los meses, y muy pronto, los años. Pero el anciano cangrejo dejó de acudir un día y los niños, que ya eran mayores, aunque no habían crecido lo más mínimo, aprendieron a buscar ellos mismos su propia comida. Recorriendo los surcos que los otros cangrejos recorrían e imitando sus movimientos, se adentraron en misteriosos y desconocidos parajes. Nadaron sobre valles y ríos marinos, bucearon junto a criaturas eléctricas y poderosas y contemplaron mundos mágicos bajo el océano.
Cuenta la leyenda que los hermanos nadaron y viajaron tanto que, acompañados por su familia adoptiva (los cangrejos), descubrieron una grieta en el subsuelo marino. Y dicen los contadores de cuentos que aquellos gemelos, cogidos de la mano, han sido los únicos seres humanos que han conseguido encontrar el mágico camino que une esta parte del mundo con sus antípodas, allá en el otro extremo del Planeta, atravesando el núcleo terrestre.