En el sitio donde vivo nos sumergimos en el agua nada más nacer. Lo hacen los adultos, los que nos traen al mundo. Ellos nos tiran al mar para que le perdamos el miedo porque no podemos crecer temiéndolo. Siempre hace buen tiempo aquí, no solo en verano. Por eso, además de nuestro primer baño de vida, nos bañamos todos los días del año.
Hay mucha agua en el sitio donde vivo. Solo el cielo se libra del agua que lo ocupa todo. Solo el cielo, cuando está seco. Porque a veces hasta el cielo tiene agua. Un agua templada, que nos empapa en cuanto tiene ocasión.
En el sitio donde vivo siempre hace calor, porque incluso cuando llueve hace calor. Aquí las tormentas, aunque pocas, son descomunales, monstruosas, épicas. Dicen que es por la cercanía del mar. Y los truenos hacen temblar las ventanas, las puertas y las paredes. El suelo bajo los pies vibra hasta hacernos perder el equilibrio, por eso tenemos que correr a sentarnos cuando vemos el primer rayo, para no caernos.
Ayer hubo tormenta. Al principio parecía una tormenta más, pero eso fue al principio, porque en realidad llovió tanto que el agua del mar entraba en las calles, en los hogares y en las tiendas y se mezclaba con el agua que caía del cielo. Llovió diez horas seguidas y paró a medio día, a la hora de comer. No volvimos a la escuela por la tarde, dieron orden de permanecer en casa. En la mía se reunió toda la familia. Son cosas que se hacen en el sitio donde yo vivo: se acompañan en los buenos y en los malos ratos.
Los adultos comentaban la última vez que pasó algo similar. El cielo siguió gris durante una hora después del postre y entonces llovió más, diez horas más. Ya nadie habló de la última vez que pasó algo similar porque nadie recordaba nada parecido. Ya en mi cama soñé con cubos, piscinas, océanos y delfines, muchos delfines. Se acercaban a la ventana de mi habitación emitiendo su particular sonido. Me desperté sudando y muerta de sed, con el pijama pegado al cuerpo. Me levanté, y al ponerme de pie noté el agua en el suelo. Sentí miedo, porque aunque sé nadar y bucear, pensé que mi organismo no estaba preparado para vivir dentro del mar. Y es que era agua salada la que anegaba la casa, más salada de lo normal, o eso me pareció a mí cuando la probé. Dirigí mis pasos hacia la cocina, dispuesta a terminar con toda el agua embotellada disponible, tal era mi sed. Sin embargo, un impulso eléctrico, diría que automático, me obligó a agacharme, colocar mis manos en forma de cuenco y recoger una buena cantidad del agua que seguía allí abajo, sobre las baldosas. Una parte de mí se negaba, una parte débil, sin autonomía, carente de impronta. El resto no daba marcha atrás, solo quería calmar mi sed. Y bebí litros en silencio, con el desespero de un náufrago. Como si la vida se condensara justo ahí. Sin ayer ni hoy. Sorbí y tragué, degustando cada gota, que ya no estaba salada. No me calmaba la sed, pero me alimentaba. Cada molécula y cada átomo me sabían al manjar más exquisito, al más dulce de todos los postres. Quise parar varias veces, pero la fuerza que me arrastraba estaba fuera de control. La voz de mi madre me llegó de pronto. Me incorporé, dejé de beber, no sin cierta resignación, y me escondí tras la cortina. Aproveché para analizar los daños de la tormenta y entonces la vi, ahí abajo, nadando junto a la farola. Levantaba la cabeza de forma intermitente, hubiera jurado que me estaba esperando. No podía dejar de mirarla en su totalidad, en su complejidad, en su magia. Crucé rápido el pasillo, no quería llamar la atención de los demás, que se habían ido acostando durante la noche en las camas y sillones de casa sin pedir permiso.
Me deslicé sigilosa por las escaleras. El agua ya formaba parte de mí, y lo entendí entonces, porque desde ese momento me iba a acompañar durante el resto de mis días. Cuando empecé el siguiente tramo me pareció que alguien me llamaba desde la calle. Supe que era ella. Cómo sabía mi nombre era un misterio para mí, y yo solo quería lanzarme al agua. Abrir la puerta de la calle y dejar entrar el océano entero, y mezclarme con las algas y los corales y las tortugas marinas. Abrazar las olas y la espuma, las lubinas, las mantas y los esturiones. Me fui desprendiendo del pijama poco a poco, mientras pensaba en besar a las sardinas, a las belugas que habitan en la región ártica y subártica. En rozar sin temor los arenques, los atunes, las doradas y las tintoreras. Pero sobre todas las cosas, caminaba despacio imaginando cómo sería mirar a los ojos de aquella que me buscaba desde el principio de los tiempos. Pensaba en acariciar cada una de sus escamas y sus branquias. En danzar arrastrando mis piernas junto a su canto seductor y armónico, dejándome llevar por la corriente, la corriente que provoca su nado con el fuerte y constante aleteo de su cola, que brilla bajo las aguas fragmentada en miles de destellos perlados de luz. Recorrer ese otro mundo, el que me fue predestinado, durante el resto de horas que me quedan. Junto a ella, a su lado. Sumergirme en un largo e interminable beso y dar de nuevo la bienvenida al oxígeno y a la vida.