Se me antoja, a veces, que es como una montaña rusa. Otras veces me hace recordar a la ilusión que tenía cada vez que, de niña, abría un regalo (o varios). Hay momentos en que me parece que el estómago se me cierra de emoción para volver a abrirse a los pocos segundos, y entonces me da hambre y ganas de escribir y retomar esa historia en la que ando metida últimamente. Y de beber café y comer galletas. Es difícil de explicar, aunque a lo mejor todavía es más difícil de comprender. Es complicado, en todo caso, hacerme entender.
Es un sentimiento, un desasosiego, que no puedo comparar con (casi) nada, ni siquiera con lo que sentí al terminar de escribir el primer libro. De eso quiero hablar. Para no mentir, sin embargo, diré que se parece al vuelco que me da justo debajo del esófago cuando, mientras hago cualquier cotidianidad como conducir, por ejemplo, recuerdo algún fragmento que escribí en su día. Porque no solo lo escribí, sino que, en mi cabeza, lo viví. A lo mejor es la magia de crear, que es prácticamente imposible de explicar. Puede que solo me pase a mí (a quienes también escribís, sentíos libres de manifestaros y decirme qué sentís) porque en ocasiones siento que un pequeño monstruo habita en mí y va ocupando poco a poco cada recoveco y temo que terminará poseyéndome o transformándome en alguno de mis personajes. O que convertirá en realidad mis pensamientos y algún día veré a todas las mujeres de las que hablo en mis libros reunidas en el comedor de casa, tomado té con pastas (o una cerveza). Mirándome fijamente, esperando mi próximo movimiento. Movimiento encaminado a seguir hablando de ellas. A seguir describiendo sus antojos, sus desvelos, sus diálogos y sus vidas.
Pero el desasosiego del que he hablado antes, ese que no es comparable a (casi) nada, el que me recuerda a lo que se siente al bajar una montaña rusa, o al abrir un regalo (o varios), el que no consigo explicar, es el que siento cuando alguien me dice:
“Ya he empezado a leer tu libro”.