Le habían hablado de ese tipo de noches, pero nunca le habían dicho cómo superarlas. Aquella fue su primera mala noche de verdad. Salió, paseó, bebió leche, comió galletas. Contó a las ovejas y a las crías de las ovejas. Las más pequeñas se burlaron de ella. Se burlaron también las grandes cuando creyó empezar a dormirse. Las risas retumbaron en sus oídos. Y sintió el sueño llegar, pero fue una ilusión. Y lo sabía porque se volvía a levantar de la cama, paseaba, bebía leche y comía galletas.
No reconocía a la figura que le devolvía la mirada en el espejo. Un mareo ajeno a su voluntad rodeaba su cabeza y le hacía perder el equilibrio. No había visto los cortes y la sangre seca al llegar a casa. El ojo que empezaba a asumir el color de la berenjena. No era ella, no podía serlo. ¿Era una ilusión? A lo mejor ya estaba dormida. Había leído en algún sitio que cuando soñamos hay un descenso de una sustancia en el organismo. Es una sustancia que permite percibir la realidad cuando estamos despiertos. Este descenso mientras dormimos hace que nuestros sueños se vivan como si estuviésemos bajo los efectos de un opiáceo, por eso al despertarnos de manera brusca en mitad de una pesadilla todavía sentimos el sueño como realidad. Quizá estaba dormida y la imagen del espejo era un sueño. Pero el dolor era demasiado real y las lágrimas demasiado saladas. Podría haber sido una noche cualquiera, pero no lo fue. Podría haber salido corriendo, pero no lo hizo. No vio el peligro o no quiso verlo.
Quién sabe…