Eley Grey

Educación, visibilidad y naturalidad

El color de los días

El suelo amaneció frío, cargado de escarcha y mojado. Mis pasos descalzos buscaron la persiana de la habitación. Para cuando la luz empezó a entrar, ya no tenía sensibilidad en los talones y la humedad me había subido hasta las rodillas. Volví corriendo a la cama para buscar con la mirada algo que colocarme en los pies. El mundo empezaba a despertar en aquel momento, junto con el gallo de la granja del tío Tomás. El sonido de la vida me dio hambre y me animó a bajar. Me calcé y salí.

Bajé las escaleras con cierta dificultad, como cada día. Las dichosas botas de goma no me dejaban moverme como toca. Casi caigo en un par de ocasiones, siempre me tropezaba en los mismos peldaños, el cuarto y el penúltimo. La madera estaba desclavada y me desequilibraba cuando los pisaba. Desayuné un vaso de leche con dos galletas, igual que cada día, y me despedí de mi abuela, que descansaba en el sillón desde bien temprano, para irme a hacer mis tareas.

Aquel día podría haber sido uno más, pero no lo fue. Aquel día llegó una nueva familia a la granja de la señora María, que ya nunca más sería de la señora María. La señora María había muerto dos noches antes, pero hasta ese día no la enterraban por no sé qué cosa. Estuvo mucho tiempo ingresada en el hospital, enferma. Estuvo tanto tiempo que creo que en aquellos meses se me borró su cara de la memoria.  Al entierro acudimos todos los vecinos del valle, incluso los que viven detrás del Cerro del Ahorcado, incluso los de allí. Así era de famosa la señora María. Siempre fue una persona amable y hospitalaria. Algunas tardes de domingo hacía chocolate caliente en una olla gigante. Lo hervía en la lumbre de la chimenea y allí acudíamos todos los niños y niñas a beberlo. Lo hacía pocas veces y no sé de dónde lo sacaba, porque en aquella época era más que un lujo, aunque no era como el de ahora, claro. Aquel chocolate estaba hecho de una pasta terrosa que hacían con algarrobas, pero aun así nos encantaba pasar algunas horas allí con ella. Nos contaba historias de cuando era joven, ahora supongo que se las inventaba, pero en aquel momento me las creía a pie juntillas. Hablaba de mujeres fuertes que peleaban en las guerras junto a los hombres. Representaba las batallas de pie, simulando que peleaba en mitad de la sala, frente al fuego. Nos explicaba cómo era la vida antes, y yo entonces no entendía a qué se refería con “antes”, lo supe después, pero nos hacía sentir el miedo, la ansiedad o la alegría de una manera mágica. Sabía transportarnos a otros lugares, a otros tiempos. Me dolió mucho enterarme de su enfermedad, yo hubiera querido seguir visitándola durante muchos años más, pero se fue antes de hora. No me dejaron ir a verla al hospital, nadie en casa fue. Estaba demasiado lejos y en aquella época se tardaba un día entero en llegar y volver. Tuvo mucha suerte, la señora María, eso decía siempre la abuela, por lo visto escapó de los campos de la postguerra cambiando de nombre. Tenía gracia para las artes, para fingir ser quien no era. Yo adoraba esa capacidad suya y envidiaba a sus hijos o sus nietos por poder disfrutar de ella a diario. La ingenuidad que acompaña a la infancia no me dejaba ver que no había hijos, ni nietos, ni marido junto a la señora María. Que nunca los hubo y que murió sola, aislada de todo y todos. Lo hizo en la cama del hospital sin nadie querido cerca. No voy a mentir diciendo que no me afectó porque me dolió muchísimo. Como si hubiera perdido a mi propia abuela. Tal era el vínculo que me unía a ella. Y es que con ningún otro niño hacía tantas migas como conmigo. Yo era la más pequeña de todos los que allí acudíamos las famosas tardes de domingo y chocolate. A lo mejor era por eso que me tenía un afecto especial, no sé. Lo que puedo asegurar es que tenía un brillo intenso en los ojos cuando se dirigía a mí y me hablaba en un tono amoroso que no utilizaba con los demás. Ahora, recordándola, intuyo que algo debió ver en mí, en aquella niña solitaria y fantasiosa.

Fragmento de «El color de los días», relato donde aparecen Dolores y Esperanza por primera vez. Relato incluido en la antología Las niñas también juegan.

Ya quedan muy pocos ejemplares.

Dolores I

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