Dicen que la fe mueve montañas, pero lo de mis padres era algo diferente. De pequeña nunca me parecieron monstruos. En la cabeza de una niña es difícil imaginar eso de sus padres. Pensaba simplemente que tenían su propio carácter y que tampoco eran tan distintos de los padres del resto de compañeros de la escuela. La primera vez que me planteé algo distinto fue el día que debíamos entregar las autorizaciones para la primera excursión de nuestra vida.
Teníamos ocho años y fui la única de la clase que no la entregó (la autorización). Y por supuesto fui la única que se quedó en casa. Me quedé sin excursión, sin compañeros, en soledad. Bueno, no, sola no estaba. De hecho, nunca estuve sola, Ni en mi infancia ni ya de más mayor. Creo que jamás estuve sola del todo mientras viví con mis padres. Mi madre ocupaba su lugar cada día. Ahora sé, con toda seguridad, que aquello era algo intencionado, aunque en su momento, en su tiempo, lo veía como lo normal, lo que tenía que ser: la madre en casa, el ama de casa (ama, que palabra tan bella y dolorosa al mismo tiempo). No, claro, sola no. Por si acaso. Por si la niña veía, oía o tocaba. Por si la pequeña Sara, ingenua, boba y despistada Sara, olía, buscaba, sentía. No, mejor mamá se quedaba en casa. Y siempre, irremediablemente siempre, yo estaba acompañada cuando estaba en casa. Y repito, ahora lo veo todo distinto. Después de tanto tiempo, de vivir la soledad real, la auténtica (esa que sin haberla sentido antes se me antojaba como un abismo, un vacío del cuerpo y de la mente), después, como decía, de estar de verdad sola, pienso que llevaban razón en eso, quizás en algo más (alguna cosa más) mis padres. Porque si me hubieran dejado sola, posiblemente habría visto, oído o tocado lo que no debía. Hubiera olido, buscado y sentido cosas que habrían cambiado mi forma de ser, mi pensamiento, mi alma y mi cuerpo.