Llego a casa entrada la noche, aunque no mucho. Lo bastante oscuro para finales de octubre. Conduzco con la única compañía de dos muñecas, cuatro coches, un caballo, dos marionetas, cuatro paquetes de pañuelos, una botella vacía de agua, dos pelotas, un peluche y un camión de bomberos. Mi hijo en el asiento de atrás balbucea sobre el mejor método para desmontar un boli. Justo al doblar la esquina, cerca del contenedor que hay frente al supermercado, aparecen a mis ojos uno, dos, tres y cuatro gatos. Todo sucede muy rápido, no como aquí lo cuento. Me da curiosidad saber hacia dónde miran los felinos y, mientras sigo conduciendo, busco el objeto de su deseo. Allí están: tres hombres y una mujer. Dos de ellos agachados frente al contenedor con bultos de distinto tamaño. Hablan entre sí y los gatos esperan. Supongo que la ayuda humana es inestimable en casos como este. Esperan, como digo, pacientemente a recibir lo que los humanos no quieran. Lo que los humanos recogen de otros humanos que a su vez no han querido antes.
Se me encoge el pecho. Un nudo de muchas vueltas se instala en mi estómago. Trato de deshacerlo con las lágrimas que libero sin luchar. Pelear no sirve de nada. ¿Prefiero mirar para otro lado? Puede que sí, puede que lo que realmente quiera es no sentir nada, pero eso es imposible. Cierro los ojos en un parpadeo más largo de lo normal y giro el volante en el sentido contrario. Hacia mi casa.