Escribir es una terapia, es cierto. También es cierto que escribir te obliga a encontrarte contigo misma y aislarte (en cierto modo) de tu alrededor. Escribir es aprender a escuchar y a observar, respirar antes de construir, cerrar los ojos y viajar, soñar despierta y crear. Porque escribir es fabricar mundos, personas, lugares, emociones, relaciones y sentimientos. Pero para que todos los elementos que aparecen en un libro tengan sentido y para que quienes lo leen no tengan que pensar, sino únicamente dejarse llevar por la trama, el suspense, la pasión o la emoción, hace falta tiempo y horas (dentro y fuera de la hoja). Porque escribir, al menos para mí, también es pensar en la historia, hablar con los personajes, más bien escucharlos, recrearte en los entresijos que vas creando y volver atrás. Volver atrás es lo más duro, porque implica eliminar partes de la criatura, partes que creías fundamentales (como las extremidades en una escultura), pero que no lo son y además molestan. Incordian y pesan tanto que hay que quitarlas. Volver atrás y aceptar dichas exclusiones es también parte del proceso y requiere tiempo, paciencia y mucha, pero mucha auto crítica.
Escribir es dudar, leer, teclear y volver a dudar. Las dudas se fabrican en el tiempo y en el espacio, por eso nuestro entorno, mientras escribimos, puede parecernos difuso, borroso y desenfocado. Las dudas siembran minutos y horas que pueden transcurrir muy despacio, pero también muy rápido, según la prisa que se tenga.
En definitiva, escribir es trabajo y esfuerzo y quien escribe habitualmente sabe de lo que hablo. Por eso es tan importante que se reconozca ese esfuerzo, ese trabajo y por supuesto ese tiempo.
Por todo, quiero dar las gracias desde mi humilde sitio a Juan Roures y a Dos Manzanas y a Sara Bea y a la Revista Mírales por considerar a los autores y autoras, por considerar su afán y su empeño por seguir escribiendo.
Escribiendo, a pesar de todo.
Escribiendo, precisamente por todo.