Hay gente que discute a primera hora, que mete su cuerpo por la ventana de un coche y grita a alguien que está dentro, que quiere irse conduciendo. Le grita que no se vaya, que sus cosas no las ha bajado a la calle por despecho, sino porque está harta, harta de que siempre pase lo mismo. “Siempre lo mismo”, le grita. Hay gente que se ofrece en las farolas: “Chica española para limpiar casas y cuidar niños”. Hay gente que come obleas, no sé muy bien por qué, pero las come. Sale muy pronto al supermercado para comprar su bolsa. Una bolsa grande que contiene una treintena de obleas marrones, como láminas de cera.
Hay gente que tiende la ropa debajo de un grueso plástico a las diez de la mañana, para que el olor del suavizante no se pierda junto a las nubes. Esa misma gente, a veces, tapia las ventanas de su casa con sólidas chapas de metal. Chapas blancas, a juego con las paredes de la fachada, para que el sol de la mañana no le deslumbre, o para que no destiña las fotos que guarda con recelo en esa habitación. Fotos antiguas, muy viejas, de las primeras que se hicieron aquí, de antes de la guerra. De las que sólo sacaban en Valencia capital, en alguna casa muy especializada, de mucho renombre. Donde sólo iban señoritas y costaban tanto dinero que ahora no quiere que pierdan ni una partícula de color.
Hay gente que le cuenta sus intimidades a la vecina antes que a sus propios hijos, antes que a su propio marido. Porque tiene miedo, se siente indefensa ante cualquier problema. Los hay que lanzan el agua sucia del cubo por la puerta de la casa, pero desde dentro, sin comprobar si pasa alguien por la acera. Hay quienes conducen un coche de lujo con el corazón en la mano, en un puño, como se suele decir. Lo hacen con prisa, sin observar el paisaje. Sin ver el brillo de la luz sobre las minúsculas gotas de lluvia de la mañana. Sin respirar la ligera brisa que sopla cuando sale el sol. Se creen felices por llevar el volante entre las manos.
Hay gente que lee libros en un banco, aprovechando la sombra de unos arbustos. Y lo hace con avidez, como si lo necesitara, como un sediento de agua que no ha bebido en toda la semana.
Hay quien necesita salir a la calle a pasear para poder dormir, para relajarse escuchando el constante y melódico canto de los pájaros. Y se duerme mientras alguien le habla, mientras le cuenta que hay gente que hace colas interminables para comprar el pan con el que preparará los almuerzos de los niños que se van a la playa con la abuela, mientras ellos, sus padres, se marchan a trabajar con el alma encogida, deseando volver a encontrarse con ellos después de comer.
Hay gente como tú que, después del paseo, de las historias que te cuento, vuelves a casa tranquilo, sereno después de la siesta. Y entonces, cuando escribo el punto final, cuando reposo mi cansada espalda sobre la silla y me descalzo dispuesta a ducharme, emites un pequeño gemido, casi como un susurro, para llamarme. Para decirme que te ha gustado, para preguntarme sin hablar si mañana repetiremos, si volveré a contarte lo que la gente hace, lo que la gente, gente de la calle, siente pero no se atreve a decir. Y te sonrío y te contesto, también sin hablar, que sí. Que sabes que sí. Que mientras me queden fuerzas, energía suficiente, saldremos afuera, a nuestra calle, a robar todas las historias que se escapan de la gente, las historias de quienes no son conscientes de que el tiempo pasa y viven la vida como si siempre hubiera un mañana.