Nunca dije que fuera fácil. Ni siquiera lo pensé. Ahora que lo vivo, que lo tengo cerca, en casa, en mi interior, pienso que hasta explicarlo es complicado. Es lo increíble del equilibrio, porque quien lo explica de forma simplista, populista, no lo explica bien.
Caerse y levantarse. Romperse y arreglarse. Todo es parte del equilibrio y del aprendizaje. Tiempo al tiempo, como dijo alguien. Buscar y creer en lo que buscas. Pero también mantenerse, construir sin que se caiga. Estar, en definitiva, en el lugar exacto. En el punto donde la balsa no se vence. Calculando la presión y el espacio, y después ponerte de pie, estirando los brazos, levantando la cabeza y mirando al cielo. Respirando lo justo para que no aumente el peso. Para que no se hunda, y tú con ella, con la balsa.
Abriendo los brazos para acariciar el viento y sentir cómo pasa por entre los dedos. Entonces mirarte las manos y parpadear, porque el sol te ha cegado durante un instante. Volver a verte ahí, en medio del mar, respirando lo justo para que no se hunda, calculando el espacio y el ritmo, para unirte al latido de las olas.
Abrir los ojos levantando la cabeza, notar que el movimiento bajo tus pies sigue, hagas lo que hagas. Si te tienes que caer, caerás. Es en ese momento cuando alcanzas el equilibrio. Respiras hondo y te
da igual cuánto aire cojas. Porque esta vez coges mucho, te llenas los pulmones, los llenas de vida, de paz. Tanta que te abruma, que no te cabe en el pecho. Después la balsa se mueve, se levanta por detrás. Dura unos segundos, lo suficiente, porque ya eres consciente de que vas a hundirte, te vas a caer. Sonríes, sueltas el aire y disfrutas del momento, del vértigo de la caída. Sientes el cosquilleo en el estómago, la electricidad en la espalda, recorriendo el cuello, ocupando tu cabeza y tus extremidades.
Caes con un único pensamiento instalado en la mente: dejarte llevar, acompañar a tu balsa en el suave balanceo del mar. En este mar en el que te hundirás y del que después, irremediablemente, saldrás.