Cada día la misma lucha con ella.
Solía pasar casi a diario cuando, en un arrebato de furia, llenaba el suelo de la habitación con faldas, camisas y vestidos que yo le había preparado. ¿Cómo puede ser tan pequeña y tener las ideas tan claras? Le había comprado toda aquella ropa con tanta ilusión que hasta las bolsas seguían diametralmente plegadas y guardadas como recuerdo.
Tras largos minutos de disputas, gritos, llantos y enfados, al final conseguía ponerse sus vaqueros o el chandal. ¡Con lo bien que le quedaba el conjunto beige que le había regalado su tía Isabel! Por supuesto, en mi casa me echaban la culpa a mí: mis padres, mis hermanas y hasta mis tías. Que era una blanda, me decían. No me creían cuando les contaba que siempre llegábamos tarde a la escuela, que sus gritos se escuchaban en todo el bloque, y que hasta las vecinas me miraban de soslayo amagando todo tipo de sospechas encubiertas.
Pero dejé de pelear con ella. Una tarde me dio la lección de madurez más firme de toda mi vida. Al recogerla frente a las puertas del colegio, pensé que el estómago se me salía por la boca cuando la vi llegar. Estaba despeinada, llena de tierra y con un ojo morado. Caminaba hacia mí con la única compañía de su mochila en la espalda y la chaqueta en su mano, recogiendo el polvo del suelo que pisaba.
Arranqué a correr temiéndome lo peor, con fuego en la garganta. Me arrodillé y, ahogando el llanto al mirarla a la cara, le pregunté, entre gritos de odio, por el responsable. Entonces surgió el milagro, la inocencia que sólo acompaña a las almas puras brotó con cada palabra:
—Ha sido Elvira, pero no te enfades con ella. Ella es como yo, pero no tiene a una madre como tú.