Decían que siempre andaba con la boca abierta, como los perros. Unas vegetaciones demasiado grandes le impedían respirar con normalidad. Cuando bebía agua lo hacía a sorbos cortos, para tomar aire entre trago y trago.
«La niña perro que bebe agua, dadle aire que se atraganta». Rememoraba aquellos cánticos.
Desde el rincón del calabozo escuchaba los gritos y las conversaciones del exterior: El frutero ofrecía las naranjas a mitad de precio y envolvía en paquetes las lustrosas peras. La charcutera golpeaba con sus herramientas pedazos de carne desmembrada para la misma clienta de cada jueves a las once. El olivero servía en tarros de cristal aceitunas marcidas y sevillanas al ritmo de los gritos del zapatero que, como en un añejo cantar, voceaba las coplas de los antiguos.
Visualizaba a la perfección el escenario de los jueves aunque ahora no pudiera verlo, porque la niña perro ya no bebía agua de la fuente. No escuchaba a los otros niños cantar en coro desde la plaza. La niña perro ya no iba a la escuela ni compraba manzanas en el mercado. Al ocaso, la niña perro cerró los ojos pero su boca ya nunca más se volvió a abrir.