El reloj marcaba la hora de las sombras. Había llegado el momento. Se incorporó y, cuando consiguió mantener controlado el temblor de sus piernas, se giró buscando la mirada de su fiel amigo canino; quien le había acompañado durante casi la mitad de su vida.
Aquellos ojos marrones le suplicaban en un idioma que nunca entendía. Pues aquellas dos esferas sólo hablaban el lenguaje del amor. Un amor puro e incondicional del que tenía que despedirse para siempre. Podía reconocer a su acompañante y era consciente de su realidad. Una de las pocas veces en que la oscuridad y el olvido le daban una tregua y conseguía recordar quién era y de dónde venía.
Sólo dos pasos le separaban de su objetivo. Uno y dos. Era la hora. Se agachó y besó al animal en la frente, como hacía cada noche antes de dormir. Se incorporó y alargó su mano hasta la mesilla de noche. Abrió el cajón y extrajo el arma.
Los vecinos escucharon una fuerte explosión al tiempo que se apretaba el gatillo y un largo y doloroso aullido fue lo único que quedó tras el impacto. Su cuerpo inerte fue encontrado sobre suelo frente a la puerta de la habitación.
Los informes policiales indicaron que, junto al cuerpo, un gran lobo blanco descansaba vigilante, a la espera de ser encontrado. En el momento de ser apresado se colocó de un salto en la puerta de salida, evitando de este modo las manos carcelarias. Volvió su mirada por última vez y en una veloz carrera se alejó para siempre de la casa.
La gente del pueblo me cuenta que desde aquella noche, una vez al año, siempre el mismo día, se escuchan desde las montañas los aullidos tristes de un viejo lobo fiel.