Solía pasear por allí de niño, solía hacerlo cogido de su mano en días como aquel. ¿Cuánto hacía desde aquello? Había perdido la cuenta. En días como aquel en que la tenue brisa marina acariciaba su rostro y el óxido sabor del salitre se filtraba por sus labios, él se acordaba de ella. De aquellas manos que le acunaron en innumerables ocasiones durante las largas noches de vigilia atenazadas por los monstruos de sus pesadillas. Aquellas manos suaves repletas de curvas perfectas que parecían estar pidiendo a cada segundo que las oliera. Muchas veces había intentado identificar aquel olor, pero había resultado para Miguel una tarea estéril porque, y ahora lo sabía verdaderamente, era el olor de su vida, los olores de su vida. Aquellas manos albergaban el olor de todos sus días vividos: el perfume de las sábanas sobre su cuerpo, la frescura del pan recién hecho, la inalcanzable suavidad del pastel horneado a fuego lento, la calidez del monte en un atardecer de Agosto y el salado despertar de la playa testigo del primer amanecer del verano.
A pesar de lo que pudiera parecer a simple vista, Miguel no se sentía melancólico ni triste. Hacía mucho tiempo, ya no recordaba cuánto, que había dejado de sentirse triste. Ahora era quien quería ser, por fin había dado el paso más importante de su vida y ya nada ni nadie podrían detenerlo.
-Buenos días Beatriz. Cuánto tiempo sin verte, ¿has venido a casa de tu madre a visitarla, verdad? Qué buena hija eres, como tú tendrían que ser todas. Ale, xiqueta, hasta más ver y da recuerdos a Teresa que hace mucho que no la veo.
-Buenos días, señora Aurelia –contestó Miguel-, se los daré de su parte.
Pero la señora Aurelia ya no había escuchado la respuesta de Miguel, no le interesaban sus palabras. Típico, aquella mujer siempre había hablado más de la cuenta y por supuesto padecía el mal de todo charlatán: sordera voluntaria.