Tras el breve cruce de palabras, si a aquello se le podía llamar cruce, Miguel reanudó sus pasos introduciendo sus manos en los bolsillos de sus pantalones.
A pesar del paso del tiempo, continuaba percibiendo los mismos olores y actividades en cada una de las casas. Ahí estará la señora Vicenta preparando el puchero porque su marido llega a las dos y veinte a comer y tiene que estar todo preparado para esa hora ya que solo tiene cincuenta minutos de descanso. El pobre lleva en la misma fábrica toda la vida y Miguel no se explica cómo todavía no le ha salido una úlcera de comer tan rápido cada día.
Tras esa otra ventana estará Maruja limpiando el polvo y estornudando tras cada sacudida del trapo, su alergia nunca la ha abandonado. En la casa de al lado, la naranja, podía adivinar los movimientos de Margarita, era una de las mejores amigas de su madre y pese a que ya no cumplía los sesenta, continuaba con su gimnasia diaria frente al televisor para mantenerse en forma.
Al doblar la esquina y frente al nuevo parque alfombrado con un caucho negro que abrasaba los pies en verano, aguardaba inamovible su destino, el hogar familiar.
En todo el trayecto no se volvió a encontrar con nadie. En el fondo lo prefería así, desde que se había mudado la atención de los vecinos hacia su persona no había hecho más que ir en aumento.
-Se preocupan por ti, hija, no te lo tomes a mal –su madre intentaba quitar tensión al asunto y al malestar que en ocasiones le generaban a Miguel las inquisitivas preguntas de doña Aurelia, doña Angelita o doña Paquita.
-Qué se van a preocupar, mamá, sabes perfectamente que son unas alcahuetas que se aburren con sus vidas, algo que por otro lado no me extraña, y buscan nuevos entretenimientos por donde pueden. Y por favor, mamá, no me llames hija, ya te lo he explicado.
-Lo siento, es la costumbre. No me lo tengas en cuenta, por favor.